El hambre, la ambición por lograr las
cosas, parece consumir al Ser de manera lenta y tortuosa, o a veces, rápidamente
y siguiendo un patrón fugaz y cruel. No siempre depende de quien busca, sino
también del contexto que le rodea. Ciertos estados de bienestar son más fáciles
de alcanzar que otros.
No hablemos solo de deseo carnal, ni
del ansia de poder o reconocimiento. El deseo puede abarcar dimensiones más
amplias que aquellas que solemos imaginar.
El deseo es parte fundamental de los
objetivos que nos planteamos a diario, y va más allá de la mera necesidad de
obtener lo que se quiere, e incluso, supera la categoría casi sentimental de lo
que entendemos por “anhelo”, pues este por lo general se ve enfrascado en la
nostalgia. El deseo, cuando se presenta en su máxima expresión, se convierte en
miedo; en el profundo temor de sucumbir ante ese impulso insatisfecho, de caer
en la locura de ir demasiado cerca del “objeto” (sin limitarnos a lo concreta,
material, que pueda leerse dicha palabra, y sin importar si refiere a una persona)
y no sentirse capaz de asumir el riesgo de obtener demasiado, o de descubrir
que dicha hambre es injustificada.
El deseo es irracional, pues es la
manifestación más pura de la animalidad humana. Basta con imaginar la exquisita
y peligrosa sensación de perder la conciencia ante una meta (tan imposible como
parezca) y de solo responder en base al instinto; automáticamente, sin evaluar
posibilidades.
Existe un desinterés exagerado con
respecto al mundo exterior cuando se desea. Se puede decir entonces que el acto
de desear se convierte en una expresión superlativa de una individualidad casi
irresponsable, pues la meta a lograr se pone por sobre la integridad o la
tranquilidad (para exhibir un termino menos extremo) propia y ajena. Cuando el
estímulo es constante, podemos entender que la noción del desear se desarrolla,
al menos en principio, de manera interna; fase en que la mente se llena de
imágenes que exponen la obtención de aquel momento placentero; y es ahí donde
se genera la máxima expresión de la ingenuidad tan propia de nuestra especie:
La expectativa.
La expectativa; es decir, la
anticipación a los hechos, tiene el hábito de tendernos trampas y sumir al
individuo que desea, en la más profunda de las desesperaciones. Aún más grave
es el problema si dicha expectativa no coincide, luego de un largo proceso, con
lo obtenido: la decepción no está, bajo ninguna perspectiva, en los planes de
quien desea.
“Cum finis est licitus, etiam media sunt licita” (“Cuando el fin es
lícito, también lo son los medios”)
Hermann
Busenbaum ”Medulla
theologiae moralis”
Es ahí cuando somos testigos de lo
evidente: somos en esencia, egoístas, y es el instinto lo que nos encierra en
la idea de un “yo” invencible, o al menos capaz de sobreponerse a todo tipo de
adversidades; sin importar los pactos quebrados y las trampas que puedan
conducirnos a ese glorioso estado de “éxito”.
Ahora bien, dicho concepto de “éxito”
tiene un tinte subjetivo, y por tanto, profundamente personal. No me
corresponde juzgar si esta idea es en sí un peligro para el sujeto que la
sostiene, pero es posible precisar que cuando lo obtenido coincide con lo
esperado, los plazos se cumplen a cabalidad y las condiciones siguen siendo
favorables una vez alcanzado ese status
ideal de “vencedor”; el triunfo adquiere un matiz distinto, alimentando el “yo”
y reforzando las barreras entre nosotros (los, en esta ocasión, satisfechos) y
el resto.
Y no es que el desear nos vuelva insensibles
a todo lo que ocurre; es solo la máscara de imbatibilidad la que aísla de las
sensaciones positivas menores que pudieran rodear a quien padece el deseo. Por
otra parte, quien desea se encuentra completamente solo; muchas veces las
condiciones que gestan dicha hambre, o los métodos utilizados no son
comprendidos por los círculos cercanos al sujeto.
Es más fácil compartir el sufrimiento
con otros que convertirlos en cómplices o partícipes del deseo. Puede que se
malentienda, pero lo que busco expresar con esto es que, aun cuando el deseo
implica un “hambriento” y un “objeto” que alimenta dichas ansias, el logro de
la empresa solo da bienestar (y uno bastante inestable, por lo demás) a quien
ansía, no a quien (o a lo que) recibe las violentas manifestaciones de aquella
atracción.
“Entrégate Eugenia; abandona todos tus sentidos al placer; que sea el
único dios de tu existencia; es el único al que una joven debe sacrificar todo,
y a sus ojos nada debe ser tan sagrado como el placer”
Marqués de Sade “La
filosofía en el tocador”
La adicción, por otra parte, es una
manifestación negativa del desear, se gesta cuando la obtención de dicho placer
no es suficiente para satisfacer las metas auto-impuestas. El adicto es, por
ende, el sujeto que no conoce las limitaciones de sus capacidades, aquel
infeliz individuo que sucumbe ante la adornada noción de un “yo” que no ha de
ser vencido, ni por las desventajas, ni por el exceso de gratificaciones.
El adicto entonces, no se siente
capaz de abandonar aquella dinámica tan rutinaria de “desear y obtener” y de
hecho, no la considera un problema hasta que su entorno le hace saber que dicha
adicción le conduce al abandono de actividades necesarias o más útiles de su
vida. Solo una vez que se admite que se está enfermo de deseo, se puede
proceder al abandono de dicha adicción, aunque por lo general solo se reemplaza
por alguna que puede ser menos, igual, o más dañina.
Sin embargo, no todo en el placer es
negativo o excesivamente “salvaje”. Quien acostumbra a desear como actividad
diaria y natural; quien ambiciona y es sistemático en sus métodos (incluso
innovador ante las eventuales falencias) puede alcanzar el estado de plenitud
sin caer en los excesos, y la madurez del deseo es el estado al cual debiéramos apuntar.
Como toda actividad riesgosa, requiere de una cierta experticie que solo es brindada por una práctica
(que incluso nos enfrenta a la posibilidad de errar) virtuosa del acto de “desear”;
la frustración es factible de ser hallada en el camino, pero es parte del
proceso aprender a superarla, para que el deseo tenga un fin completamente
satisfactorio, y no un pobre objetivo cubierto a medias.
En síntesis, considerando todo lo
anterior, hemos de preferir desear a necesitar, desear a querer, desear a
anhelar; porque nos es propio y se basa en la incapacidad de mirarnos al espejo
cuando los intentos son fallidos, porque yace en la imbecilidad de los ensayos
y se nutre del nerviosismo, el ardor de los ideales y recuerdos. El deseo es
voraz, maldito, y por otra parte, divino y fuente infinita de tranquilidad una
vez que este nos abandona, pues el hambre ya fue satisfecha, no hace sentido
seguir torturándonos por ello.